BETTY BOOP

Una mesa vacía, dos sillas de esterillas negras a cada uno de sus lados y una taza de café encima que aún humea.

El camarero regresa, observa la escena y mira sorprendido por la ventana del bar. No hay muchos clientes ese día, solo dos hombres de traje gris que se regocijan con algún negocio conseguido, más allá una pareja que se arrincona contra la pared, se sonríe, hablan bajito y  Philippe que viene todas las mañanas a desayunar y tomar sol antes de encerrarse a custodiar las reliquias medievales del museo Cluny.

Vuelve a la barra y consulta con el cantinero – “¿viste a la joven del vestido blanco?” -“¿quién?” -“la jovencita sentada frente a la ventana”. El tipo ni contestó, limpiaba como un autómata la máquina de café.

Volvió a recorrer con la mirada cada una de las mesas, ninguno parecía preocupado para observar a los demás… ¿Dónde estaría?

Con sus 50 años recién cumplidos, Jean seguía trabajando como camarero y eso le pesaba demasiado. Debería estar agradecido ya que su vida había sido una sucesión de pasos, obstáculos, caídas, vuelta a levantarse y otra vez pasos…

Sin embargo, sentía que algo había faltado, que algo había desperdiciado. A los 50, sin pareja y sin hijos la vida se hacía monótona como las mañanas en el bar sirviendo café. Aunque esta mañana había sido diferente. Primero las golondrinas que no paraban de danzar frente al parasol con forma de abanico de la entrada al metro Porte Dauphine; luego mientras caminaba por la margen izquierda del Sena, una niña parada sola en la popa del bateaux que no dejaba de mirarlo pero sin sonreír y hasta ese grupito de estudiantes reescribiendo en las paredes de la Sorbonne “Prohibido prohibir. La libertad…”

Ensimismado en estos pensamientos, se miró al espejo fugazmente y salió de la habitación de atrás donde los empleados del bar dejan sus pertenencias, se ponen sus ridículos trajes de pingüinos y suspiran antes de las largas ocho horas de trabajo que les esperan, cuando la vio sentada en aquella mesa mirando al Boulevard Saint-Germain.

La mirada perdida en el grupo de estudiantes que se empujan entre risas a la salida del Metro Odeón, el cuerpo delgado y huesudo que su vestido blanco dejaba entrever fácilmente, el cabello rubio despeinado a los lados de su cara y la piel casi transparente. La mujer tenía una extraña belleza que lo cautivó desde el primer instante. Era demasiado joven pero aún así sintió una atracción que difícilmente había sentido nunca. Cuando se acercó ella lo miró con unos ojos marrones tan profundos e intensos que él creyó haber visto a su madre reflejada en ellos. Como si fuesen la pantalla de un televisor vio una escena de su niñez donde su madre lo llevaba de la mano por el Jardín des Plantes y le enseñó a diferenciar el aroma del cerezo japonés del árbol de las cuarenta coronas y el de almendras dulces… Fue un instante, ese tiempo inmenso que ningún reloj puede captar porque solo el corazón puede medir la intensidad del lapso transcurrido…

“Café por favor” dijo girando su cabeza para observar otra vez por la ventana.

“Enseguida madame”

Volvió hasta la barra… las piernas le temblaban… había sido tan nítida la imagen… Cuando el café estuvo listo, lo llevó a la mesa pero no se atrevió a mirarla a los ojos, ella parecía embelesada observando a tres oficinistas del correo que pasaron corriendo por el Boulevard y doblaron agitados por la Rue Danton contrariando la bella calma del viento agitando suave las hojas de los árboles en el inicio de la primavera.

Fue nuevamente a la salita de empleados y se sentó un instante. Encendió un cigarrillo  porque necesitaba recobrarse, se sentía tan apabullado por la situación pero a la vez con una calma interior desconocida. Había olvidado ese último día en el parque y de repente lo recuerda con absoluta nitidez. Su madre se había puesto su mejor vestido y lo vistió a él como para ir a misa, le compró helado y se sentaron en los bancos de hierro contemplando la variedad de flora del jardín, sus verdes, marrones y amarillos, hasta que ella dijo: -Recuerda siempre cuánto te quiero.

Le dio un par de pitadas a su cigarro, suspiró y salió nuevamente a la sala del bar. La mesa estaba vacía, la taza de café aún humeaba… La joven del vestido blanco ya no estaba…

Miró entre las mesas del bar y se preguntaba dónde estaría cuando sintió un agudo dolor en su pecho, dejó la bandeja, se tomó con ambas manos y de repente todo se oscureció. Ella apareció entre la negritud, lo tomó de la mano y lo guió entre los cerezos florecidos del jardín…

 

Este texto fue publicado anteriormente en el ebook de la edición Nª 1 de «Narrá tus Mundos. Laboratorio de escritura de viajes» 2017. Se puede ver completo en este link: http://bit.ly/ebook-NTM

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